El sueño de la paz puede convertirse en una pesadilla
El acuerdo final suscrito por el Gobierno y las Farc será sometido a consideración de los colombianos en un plebiscito que tendrá lugar el próximo 2 de octubre. Abarca 297 páginas que muy pocos han tenido la paciencia de leer. Son densas, abordan temas muy complejos y a veces resultan nada claras para el ciudadano común. No obstante, sin tener un real conocimiento del acuerdo, el elector se encontrará a la hora de votar con una pregunta para la cual solo existen dos opciones: un sí o un no. Redactada con su conocida astucia de hábil jugador de póquer por el presidente Santos, la pregunta dice así: «¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?». A cualquier observador extranjero el voto por el no debe de resultarle exótico, incomprensible, como si su depositario fuese amigo de la guerra.
Por cierto, este es el camino que sigue la estruendosa propaganda oficial. Su lema «Sí a la paz, no a la guerra» invade no solo todos los medios de comunicación, sino también ventanas y edificios con carteles con la seráfica imagen de una paloma. En la televisión y la radio se pregunta a los colombianos si desean el fin del secuestro, de la extorsión, de los atentados, del reclutamiento de menores y de otras tantas acciones que desde hace más de cincuenta años vienen asolando el país.
Sin duda, el acuerdo logrado en La Habana –y los alardes publicitarios que lo acompañan– puede alcanzar un efecto positivo en el ámbito internacional y también en electores rasos de Colombia, especialmente en las zonas rurales que por largo tiempo han vivido bajo la constante amenaza de las Farc.
Ahora bien, ¿cuáles son las razones de quienes se proponen votar no en el plebiscito? Conviene mirarlas con detenimiento. De un lado, obedecen a una realidad que el Gobierno tuvo que maquillar o pasar por alto para abrir el diálogo con las Farc y aceptar sus exigencias. De otra parte, el sombrío porvenir que muchos de los acuerdos tienen para el inmediato futuro de Colombia.
En busca de esa realidad escamoteada, debemos volver atrás, a los primeros años de este siglo, cuando el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez puso en marcha su política de Seguridad Democrática para combatir, al fin con mano firme, a las guerrillas y a las Autodefensas Campesinas o paramilitares. Dos experiencias del gobierno de Andrés Pastrana le sirvieron para trazar esta nueva ruta de acción. La primera fue el fracaso de los diálogos del Caguán, que mostraron la manera cómo, gracias a la concesión de un territorio, las Farc extendieron su poder militar en muchas zonas del país. La segunda fue el apoyo logístico que obtuvo Pastrana de los Estados Unidos con el Plan Colombia, apoyo que permitió un mejor acceso aéreo a las regiones donde las Farc tenían sus campamentos.
Los resultados de Uribe fueron innegables. Desalojadas de muchas zonas que antes controlaban, dados de baja sus principales cabecillas (Raúl Reyes, el Mono Jojoy, Alfonso Cano) o detenidos y extraditados como Simón Trinidad, liberada del secuestro la famosa Íngrid Betancourt y desmovilizados 52.000 integrantes de paramilitares y guerrillas, las Farc por primera vez fueron diezmadas y obligadas a considerar imposible la toma del poder por las armas. Ninguno de sus campamentos estaba seguro.
El objetivo último de Uribe Vélez era lograr con ellas, como había ocurrido con los paramilitares, que aceptaran un sometimiento a la justicia a cambio de que solo pagaran ocho años de cárcel por los delitos cometidos. Pensaba que este último objetivo iba a realizarlo Juan Manuel Santos, su ministro de Defensa, quien logró ganar las elecciones presidenciales de 2010 gracias a su apoyo.
Como es bien sabido, desde el primer día de su gobierno Santos no quiso aparecer como el continuador de la política de Uribe. Al contrario, marcó rotundas diferencias con quien había facilitado su triunfo. Se acercó a Chávez llamándolo su «nuevo mejor amigo». Y en vez de continuar asediando a las Farc con fuertes operaciones militares, abrió secretas conversaciones con sus comandantes. Dos factores lo movieron a ello. El primero, las vanidades de su ego. El segundo, un cambio en la estrategia de las Farc.
Chávez convenció al entonces comandante supremo de las Farc, Alfonso Cano, de que ya no era viable en el continente llegar al poder por las armas, como lo consagraba la cartilla castrista. Era factible aprovechar el descontento de las clases marginales para lograr un triunfo electoral y una vez en el poder poner en marcha su proyecto revolucionario, identificado con el socialismo del siglo XXI.
Sin dudarlo, bajo esta sugerencia, Cano creó varias iniciativas: el llamado Plan Renacer, que implicaba un regreso a la guerra de guerrillas, la disminución del número de efectivos, la suspensión de combates abiertos con las Fuerzas Militares, la formación de un movimiento político y la infiltración de milicianos clandestinos en la justicia, los sindicatos, las universidades, las comunidades indígenas y afrodescendientes y, algo de suma importancia, los medios de comunicación. Dentro de esta nueva estrategia, buscó contactos confidenciales con Juan Manuel Santos para iniciar negociaciones.
Para hacer efectiva esta propuesta, Santos no tuvo inconveniente en bautizar como conflicto armado lo que bajo el gobierno de Álvaro Uribe era una abierta lucha contra el terrorismo. Pasó por alto con esta denominación el prontuario criminal de las Farc, que condenaba a sus máximos líderes a un total de 1.629 años de prisión por cuenta de 27.000 secuestros, 25.000 desaparecidos y seis millones de desplazados. De igual manera, pasó por alto también que las Farc se habían convertido en el tercer cartel mundial del narcotráfico, con ingresos de 600 millones de dólares al año. Escogió como intermediarios en este proceso de negociación a los gobiernos de Cuba y Venezuela, que comparten la ideología marxista de las Farc, y no vaciló en elegir como sede de los diálogos La Habana.
En síntesis, el hecho de haber definido a las Farc como uno de los actores del conflicto, colocándolas en pie de igualdad con el Estado, es una de las primeras razones que han movido a un creciente número de colombianos a votar no en el plebiscito. Las primeras, pero no las únicas.
Peligrosas concesiones
Luego de cuatro años de negociaciones, muchos de los puntos contenidos en el Acuerdo Final representan concesiones inaceptables a las Farcy riesgos muy grandes que ensombrecen el futuro del país. El primero de ellos es la impunidad, pues el acuerdo admite que los miembros de la guerrilla quedan eximidos del pago de cárcel por los delitos cometidos. Solo tendrán una temporal restricción de la libertad en zonas previamente acordadas donde realizarán «trabajos, obras o actividades reparadoras y restaurativas, programas de protección del medio ambiente, de desarrollo rural, de eliminación de residuos o reparación de infraestructura». La supuesta restricción de la libertad a que serán sometidas las Farc no les impedirá ocupar curules en el Congreso de la República. No sobra señalar que mientras las Farc reciben este beneficioso trato, los militares retirados que están siendo investigados o ya fueron condenados (muchos de ellos injustamente) se mantienen en centros de reclusión militar.
La aplicación de la justicia transicional convenida con las Farc plantea varias dudas sobre su funcionamiento y la selección de jueces que tendrán fueros no contemplados en la Constitución. La denominada Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) será conformada por instancias extranjeras y tendrá facultades y poderes que sobrepasan los de las Altas Cortes, juzgados y tribunales del país. La Fiscalía General, la Procuraduría y la Contraloría pierden sus atribuciones penales, y sus decisiones en cualquier época pueden ser revisadas e incluso anuladas. Los fallos de la Jurisdicción Especial para la Paz serán inapelables y no admitirán doble instancia. Hay, pues, muchas inquietudes y temores de que esta clase de justicia proceda con abierta parcialidad.
El narcotráfico, calificado como delito conexo al de rebelión, seguirá convertido en un millonario recurso para las Farc una vez se constituyan como partido político. En efecto, la decisión del gobierno de Santos de suspender la fumigación con glifosfato de los extensos cultivos de coca ha producido un considerable aumento de estos en los últimos dos años. Hoy cubren nada menos que 170.000 hectáreas, ello sin contar que las Farc no confiesan ser narcotraficantes y por tal motivo declaran no tener recursos para resarcir a sus víctimas.
Sorprenden otros beneficios otorgados a las Farc. El Acuerdo Final establece para sus líderes diez curules directas en el Congreso durante ocho años sin necesidad de votos. Además de las que ya tienen movimientos políticos de cercana orientación ideológica, habrá 16 más en la Cámara de Representantes por cuenta de unas circunscripciones especiales de paz ubicadas en áreas donde las Farc han tenido una presencia dominante. El futuro partido político creado por ellas recibirá el diez por ciento de los recursos que el Estado destina a todos los partidos políticos. Además de un cinco por ciento adicional para financiar la mejor difusión de su plataforma ideológica, tendrán acceso a 31 emisoras de radio y a un nuevo canal de televisión. Parece increíble que después de cincuenta años de acciones terroristas las Farc reciban estos beneficios, nunca antes concedidos a partido político alguno.
La reforma rural integral contemplada en el acuerdo supone crear un fondo de tierras de distribución gratuita y de carácter permanente. Solicitada por las Farc, suscita inquietudes por varias razones. Se practica sobre las llamadas tierras insuficientes, sin que se explique el alcance de este término. Los expertos aseguran que la creación de un fondo de tierras con subsidios y créditos va a generar inmensos costos para la economía nacional. El otro tema que inquieta es que muchas de estas tierras van a quedar en manos de comunidades agrarias creadas o influidas por las Farc.
Lo que queda claro del Acuerdo Final es que a las Farc se les han atendido todas sus exigencias, con el chantaje de que sin ellas no llegaría a buen término el proceso de paz. En realidad, su aspiración no es la paz como tal, sino un nuevo punto de partida para llegar al poder por la vía electoral y, una vez alcanzado, consolidar el proyecto revolucionario tal como lo hicieron en el continente Maduro, Correa, Evo Morales y Daniel Ortega con la complicidad de los Castro.
Desde luego, para las elecciones presidenciales de 2018 no van a postular un candidato propio, teniendo en cuenta la baja favorabilidad que tienen en el país. Su nueva estrategia está encaminada, como bien lo dice su asesor, el jurista español Enrique Santiago, «a la reconformación de la izquierda y a la unidad de los movimientos de progreso antineoliberales como ha pasado en otros países de América Latina». He aquí el riesgo que se nos presenta. Aunque en este país la gran mayoría es consciente del terrible desastre que produjo el chavismo en Venezuela, es cierto también que un fenómeno como el vivido por el país hermano en 1998 se puede deslizar sigilosamente en Colombia.
La corrupción que invade el mundo político, el descontento que va a producir una voraz reforma tributaria –que afectará a la mayoría de los colombianos–, la crisis en la salud y la administración de justicia se harán sentir, y como como consecuencia de todo ello pueden abrirle el paso a una opción totalmente diferente y lograr que una izquierda dentro de la cual se ubicará el partido político de las Farc recoja el creciente descontento que se empieza a sentir en lo que podríamos llamar el elector raso.
Debe tenerse en cuenta que el sueño de la paz, fervorosamente pregonado por la propaganda oficial y acatado por quienes votarán sí en el plebiscito, se derrumbará cuando en reemplazo de las Farc y con el sustento del narcotráfico, el Eln, el Epl y las llamadas Bacrim (bandas criminales) ocupen su lugar con las mismas acciones terroristas. Dueños de las 29 vastas zonas de concentración, comandantes de las Farc, libres de cualquier control y con mucho dinero en su poder, tendrán a su cargo la movilización campesina por primera vez con fines electorales.
Este es el inquietante panorama que se advierte en Colombia a raíz del Acuerdo Final que se firmará en Cartagena el 26 de septiembre. El engaño está sobre la mesa. El sueño de la paz puede convertirse en una pesadilla.
Plinio Apuleyo Mendoza, periodista, escritor y diplomático colombiano.