La opinión de Carlos Alberto Montaner
Intento descifrar las percepciones de Raúl Castro, sesenta años después del ataque al cuartel Moncada.
Ese fue el episodio que colocó a los dos hermanos en el mapa político cubano y en las primeras páginas de todos los diarios. En ese momento, Raúl Castro, un joven de apenas 22 años, emocional e intelectualmente sólo era un apéndice de Fidel. Fidel era la figura dominante. El proceso de codependencia había comenzado mucho antes. Sus padres, como vivían en el otro extremo del país, durante la adolescencia de Raúl, dado que era un pésimo estudiante, se lo habían encargado a Fidel para que «lo enderezara».
Fidel no lo enderezó. Lo utilizó. Lo convirtió en su lugarteniente, lo introdujo en su mundillo de violencia pistolera y lo reclutó para conquistar primero Cuba, luego África, más tarde la galaxia. Por algo Fidel a los 18 años había sustituido legalmente su segundo nombre. Se quitó «Hipólito» y se puso «Alejandro».
En efecto, Raúl, aquel chico afectuoso y familiarmente tierno que describe su hermana Juanita, quien de niño soñaba con ser locutor de radio, dio un giro inesperado bajo la influencia de Fidel: se transformó en un eficiente matarife, mucho más organizado que su hermano, y en un aprendiz de comunista. Es muy probable que la temprana vinculación de Raúl Castro al partido comunista haya sido una misión que le encargara Fidel. Raúl no tenía autonomía propia para tomar por su cuenta una decisión política de esa naturaleza, especialmente cuando ya Fidel planeaba el ataque al cuartel Moncada.
El corazón de Fidel estaba con el minúsculo Partido Socialista Popular, el de los comunistas, mas su cerebro y su inescrupuloso pragmatismo le indicaban que debía permanecer vinculado al Partido Ortodoxo, una formación mayoritaria, vagamente socialdemócrata, con opción real de llegar al poder. La manera de solucionar ese dilema, pues, era instalar a Raúl en el PSP, mientras él, formalmente, se mantenía dentro de la «ortodoxia».
En los primeros meses de 1953 Raúl, enviado por el PSP y con la anuencia de su hermano, viaja a un «Festival de la Juventud» en Viena. En rigor, era una de esas ferias políticas armada por Moscú para reclutar a sus futuros cuadros. En ese viaje Raúl traba su primera relación con el KGB. Conoce al agente Sergui Leonov.
Fidel –jefe, maestro, figura paterna— le aportaba el fuego, la adrenalina y una explicación sencilla de la realidad política. Leonov le ponía ante sus ojos el futuro luminoso de la humanidad: la gloriosa URSS. Raúl mordió ambos anzuelos.
Ya Raúl lo tenía todo. La misión, el método, la visión, el modelo. Cuando Fidel lo hizo Ministro de Defensa para que le cuidara las espaldas, llenó la pared con las reverenciadas fotos de los mariscales y generales soviéticos.
Han pasado sesenta años. Raúl hoy es un viejo desilusionado, con ochenta y dos años en sus costillas magulladas por el güisqui. En esa larga vida aprendió varias lecciones y todas son decepcionantes. La URSS ya no existe. El marxismo tampoco. Todo era un absurdo disparate.
Ahora entiende que su hermano era un buen operador político y un guerrero sagaz, pero también un desastroso gobernante, infantilmente obsesionado con vacas lecheras inagotables y con vegetales prodigiosos. Un tipo irresponsable, sumergido en un huracán de palabras vacías, que ha calcutizado a ese pobre país en una interminable sucesión de guerras, conspiraciones y arbitrariedades.
Para Fidel, como buen narcisista, la función de cada ser humano es servirle en su camino a la gloria. Eso, exactamente, fue lo que hizo con él, con Raúl: lo metió en el PSP, lo arrastró al Moncada, lo llevó a Sierra Maestra, primero lo hizo comandante, luego ministro y general, finalmente le asignó la presidencia. Le fabricó la vida. Una vida importante, pero ajena y lateral.
Es verdad que Raúl, sin la vara mágica de su hermano, tal vez hubiera sido insignificante, pero Fidel lo llevó a la cumbre porque necesitaba un segundo de a bordo que le fuera absolutamente fiel, aunque pensara que su «hermanito» era una figura menor penosamente limitada, sospecha o certeza que nunca ha dejado de herir en su amor propio al actual presidente.
A los 60 años del Moncada y 82 años de edad, Raúl tiene la mala conciencia del desastre total que ha contribuido a provocar en su país. Por fin comprendió la verdadera dimensión de su hermano, no ignora el fracaso del comunismo, aunque sabe que no le alcanza la vida para rectificar el rumbo.
El daño, sencillamente, es muy profundo. Mantiene el poder, pero ha ayudado a convertir a Cuba en una lacerante escombrera. Supongo que morirá inmensamente avergonzado por lo que ha hecho y, sobre todo, por lo que no se atreve a hacer.
Fuente: Colaboración de Carlos Alberto Montaner, Miembro de la Junta Honorífica de RELIAL